Hace unas semanas, al principio del Otoño, visitamos nuevamente las Bodegas González Byass, privilegio que hemos tenido en varias ocasiones, y que siempre nos descubre alguna cosa nueva. Esta vez queríamos tomar algunas fotos de las calles emparradas que se ubican dentro del recinto bodeguero, antes de que la estación terminase con la caída de las hojas, y especialmente, de la vieja parra que se encuentra en el almizcate a la entrada de la Bodega de Los Reyes. Esta parra está catalogada como árbol singular de Jerez dentro del proyecto JEREZ + NATURAL que se llevó a cabo en nuestra ciudad hace unos años.
Esta visita inspiró a nuestro amigo Juan Luis a escribir el cuento que se publica a continuación y que esperamos sea del agrado de los visitantes de este blog.
El tío Pancho
y la Parra Vieja
Cuando el resto de los operarios se marchaban para
almorzar agotados de tanto trasegar y rociar las botas desde las criaderas a
las soleras, de rempujar bocoyes cargados de los mejores vinos olorosos hacia
el embarcadero, de calzar y enderezar las andanas o de jarrear arrobas de
amontillados de postín, que olían a avellanas de los toros y a un sin fin de preciosos
aromas tostados, tío Pancho se quedaba allí solo, entre las crujías las
andanas, porque era el encargado de subir o bajar los esterones de esparto de
todas las naves de crianza de aquella inmensa bodega.
En función de la calor del día y de la dirección del
viento, el capataz ordenaba a tío Pancho hasta donde debía subir o bajar los
pesados cortinajes y las ventanas que debía abrir o cerrar para mantener
constante la temperatura interior de cada casco bodeguero.
El tío Pancho cumplía sus mandatos a la perfección,
teniendo en cuenta el tipo de vino almacenado en cada local, porque no era lo
mismo una crianza de vinos finos, que había incluso que refrescar regando el
albero por las tardes, que una bodega de olorosos, donde el calor era incluso
bueno para que “avanzara el envejecimiento”, opinaba él.
Tío Pancho, se pasaba casi media tarde deambulando
por las calles bellamente emparradas de su bodega. Se maravillaba de los
lunares de luz que se filtraban entre la sombras de la “Cuesta del Cochino”, de
cómo brillaban los suelos de piedras azuladas de la “Calle Ciegos” en los
fugaces días de lluvia, y se recreaba con las vistas que ofrecía la Colegial
desde el último tramo de “Cazorla Alta”. Una imagen que le parecía un cuadro
pintado por el mismísimo Miguel Ángel o por el mejor de los pintores
románticos. l
Bajo la sombra mágica de aquellos parrales, el inquieto trabajador imaginaba lo bonitas que serían todas las callejuelas de la parte vieja de Jerez, del barrio de San Mateo, todas cubiertas y adornadas por cepas altas cómo los de su bodega y la atracción que tendría algo tan singular y desconocido en el mundo. ¡Una verdadera ciudad del vino!.
Con tanta imaginación y con su ajetreado tejemaneje,
el tío Pancho acababa todo los días reventado, molido de subir y bajar
esterones. Resultaba imposible que al final de cada jornada no sucumbiera a la
irremediable tentación de catar alguno de los grandes vinos que estaban allí
esperándolos y que parecían insinuarle :” Mira, Panchito, ¿cómo es qué hoy no me
vas a probar y disfrutar de mi
arrebatador aroma? ¡Anda, no me seas tonto, qué soy sólo tuyo y no se enterará
ni siquiera don Miguel, tu capataz!
Y tío Pancho sucumbía uno y otro día a los encantos
de aquellos deliciosos vinos que creía que le regalaban besos. Sacaba un
“ladroncillo”, una gomita que guardaba siempre en el bolsillo, la introducía
por la bocacha de una bota, aspiraba atrayendo el suave elixir y soplaba un
buen trago de aquellas delicias, a veces durante más de un minuto seguido y sin
respirar.
Entre el cansancio, la “ajumaera” y la modorra
vespertina, tío Pancho se rendía en una siesta de campeonato que solía efectuar
en algún rincón escondido de la Bodega de los Reyes, rodeado de firmas de gente
ilustre y de artistas de todos los colores. Pero con el buen tiempo, se
recostaba mejor en el patinillo, una especie de ancho almizcate existente entre
dicha bodega y la de la Constancia y bajo la sombra de una inmensa y
estimulante parra, que él mismo plantó treinta años antes partiendo de una “riparia”
que le regaló su amigo, Nieves, el capataz de viñas de la casa vinatera.
Descansar al aire libre y bajo esa agradable parra, después de un
trabajo tan bien hecho, era la mejor recompensa que podía tener el tío Pancho.
Hoy, después de más de 120 años de su plantación, millares de personas
que visitan esta bodega se emocionan cuando contemplan los enormes brazos de
ese árbol gigante del tío Pancho, disfrutan también probando sus seductores
vinos y muchos de ellos hasta lloran cuando atraviesan las portentosas calles
emparradas de esa bodega, con las vistas panorámicas de la ahora catedral,
siempre al fondo, y al escuchar los trinos de los jilgueros que anidan entre
sus hojas verdes, anchas y reconfortantes.
Nota del autor: El Tío Pancho existió verdaderamente y fue un
arrumbador que vivió y trabajó en La Constancia, probablemente durante la
segunda mitad del s.XIX. En el fondo de uno
de los cachones de botas de esa bodega existió durante muchísimo tiempo
un tonel solitario en cuyo testero rezaba: “ Bota del Tío Pancho”.
Un siglo después, quedaba solo un tercio de su capacidad inicial, de
31@ y el vino que quedaba se hallaba totalmente espeso. Se había ido evaporando
con el tiempo y era como una pasta con un gran contenido de taninos
provenientes de la madera de roble.
Lo curioso del caso era que los empleados, escribientes y arrumbadores
de la bodega tenían permitido probar esos restos, casi arqueológicos, del tonel
del tío Pancho, pero solo “ cuando tenían la barriga suelta”. Resultaba que,
después de probarlo, el estropicio intestinal se paraba al instante. “El tío
Pancho era medicinal y curaba la cagantina( con perdón) , al instante.
El tonel desapareció misteriosamente a principios del s.XXI, “Cosas
del modernismo y la globalización”.