Aunque la
belleza del viñedo jerezano resulta incomparable durante los meses de la
primavera y desde luego en septiembre, cuando la fruta de sus racimos, llenos
de sol, explotan dando origen a uno de los mejores y más apreciados vinos del
mundo, una visita en el centro mismo del otoño no deja de ser un emocionante
encuentro con las hojas menguantes, con las luces decadentes y con las lomas de
tierras blancas casi vacías, pero llenas de vida por dentro. Un espectáculo
distinto, pero igualmente hermoso y digno de contemplar.
Y eso fue lo que fuimos a buscar, hace unos pocos días, el grupo de los amantes de los árboles de Jerez: los colores y los tonos dulces que desprenden las cepas de la vid (Vitis vinifera) hasta en su decadencia.
Había llovido
unos días antes, pero quedaban algunas nubes sueltas que cruzaban lentamente
los cerros y se sentía una pequeña bruma que tapaba los horizontes, pero ello
no supuso ningún obstáculo para lo que pudimos presenciar después y desde
aquella torre, desde la atalaya del Castillo de Macharnudo: “Lo que iba a ser
una de las panorámicas más maravillosas, una de las experiencias más
interesantes que íbamos a poder presenciar a lo largo de nuestras vidas”.
¡Un océano de
cepas de viñas, de pequeños arbolitos que se extendía a nuestros pies y
ocupando unas tierras que habían sido un verdadero mar 30 millones de años
antes, en el periodo terciario!
Cuando subíamos
la empinada cuesta de El Majuelo, que nos acercó hasta lo más alto del pago de
Macharnudo, nos fijamos en los bonitos cipreses que bordeaban el camino y nos
paramos para observar de cerca y por vez primera, la mezcla de colores que
presentaban las hojas de aún aguantaban aferrándose a los sarmientos, como no
queriendo apartarse nunca de sus cepas.
El escandaloso
verdor de la primavera y el más aceitunado del verano, se mantenía aún en el
centro de las hojas, pero daba paso a diversas tonalidades del amarillo y a los
serenos ocres, que ya se apoderaban de las puntas e iniciaban el arrugado de
sus bordes aserrados.