Aunque la
belleza del viñedo jerezano resulta incomparable durante los meses de la
primavera y desde luego en septiembre, cuando la fruta de sus racimos, llenos
de sol, explotan dando origen a uno de los mejores y más apreciados vinos del
mundo, una visita en el centro mismo del otoño no deja de ser un emocionante
encuentro con las hojas menguantes, con las luces decadentes y con las lomas de
tierras blancas casi vacías, pero llenas de vida por dentro. Un espectáculo
distinto, pero igualmente hermoso y digno de contemplar.
Y eso fue lo que fuimos a buscar, hace unos pocos días, el grupo de los amantes de los árboles de Jerez: los colores y los tonos dulces que desprenden las cepas de la vid (Vitis vinifera) hasta en su decadencia.
Había llovido
unos días antes, pero quedaban algunas nubes sueltas que cruzaban lentamente
los cerros y se sentía una pequeña bruma que tapaba los horizontes, pero ello
no supuso ningún obstáculo para lo que pudimos presenciar después y desde
aquella torre, desde la atalaya del Castillo de Macharnudo: “Lo que iba a ser
una de las panorámicas más maravillosas, una de las experiencias más
interesantes que íbamos a poder presenciar a lo largo de nuestras vidas”.
¡Un océano de
cepas de viñas, de pequeños arbolitos que se extendía a nuestros pies y
ocupando unas tierras que habían sido un verdadero mar 30 millones de años
antes, en el periodo terciario!
Cuando subíamos
la empinada cuesta de El Majuelo, que nos acercó hasta lo más alto del pago de
Macharnudo, nos fijamos en los bonitos cipreses que bordeaban el camino y nos
paramos para observar de cerca y por vez primera, la mezcla de colores que
presentaban las hojas de aún aguantaban aferrándose a los sarmientos, como no
queriendo apartarse nunca de sus cepas.
El escandaloso
verdor de la primavera y el más aceitunado del verano, se mantenía aún en el
centro de las hojas, pero daba paso a diversas tonalidades del amarillo y a los
serenos ocres, que ya se apoderaban de las puntas e iniciaban el arrugado de
sus bordes aserrados.
El contraste de
la tierra blanca con las hileras de los liños que subían y bajaban desde las
cotas de los cerros hasta los bajos, parecían olas, cómo las que en su día
desataron los vientos de poniente sobre el primitivo mar que allí existió.
Bajamos para
tocar la tierra de albariza, que estaban alomadas por lo que nuestro profesor,
Javier Fernández de Bobadilla, llamó acertadamente “aserpiado”, un invento, una
especie de pequeños embalses que acumula las aguas más torrenciales y evita la
erosión de las tierra hacia los arroyos y gavias que circulan por entre los
cerros blancos.
Dicen que las
tierras de Macharnudo son las más apreciadas y seguramente las más caras de
todos los pagos jerezanos. Su textura es tan tierna que a veces se asemeja a la
leche en polvo. Casi a su nata tierna. Es también tan suave como la harina y
sus pequeños grumos se deshacen con gran facilidad en apenas tocarlos.
El secreto de esa singular textura está en su extraordinaria composición, una mezcla de restos de elementos orgánicos, de plancton unicelular, pero que por la característica de su pared silícea cristalina o bien calcárea, han aguantado hasta hoy.
“Es cómo el
fondo del antiguo océano”, nos explicó Beltrán Peña, el director de viñas de
Bodegas Fundador, un científico sereno, experto geólogo y una persona de trato
exquisito que tuvimos la fortuna que nos acompañara durante la mayor parte de
nuestro recorrido otoñal por el viñedo jerezano.
Beltrán nos
mostró fotografías tomadas a través de sus más de quince microscopios y pudimos
observar fósiles de las algas diatomeas, los esqueletos de esponjas,
radiolarios y de silicoflagelados, que vivieron en el fondo de estas tierras
durante varias eras y que ahora daban sustento a las mejores viñas y de base a
los más exquisitos vinos.
Cuando por fin
llegamos al castillo de Macharnudo, Beltrán nos recibió, nos mostró toda la
casa, incluyendo su coqueto oratorio, la nave de vinificación con su espléndida
bajo-cubierta de vigas, y cerchas piramidales de madera, el lugar ideal para
celebraciones, la antigua gañanía hoy convertido en salón para actos y el
extraordinario suelo empedrado del antiguo almijar, excelentemente conservado.
También nos enseñó a un grupo de olmos comunes, negrillos, (Ulmus minor), todavía pequeños, pero que es una selección interesante obtenido por la Escuela de Ingenieros de Montes, que llamaron la atención de nuestro experto en botánica, Javier.
Pero la sorpresa
llegó cuando nuestro anfitrión nos propuso subir hasta la terraza de la alta
torre que preside solemnemente y caracteriza a la monumental casa de viñas de
El Majuelo.
Por su estrecha
escalera de caracol, que provocó el vértigo a alguno de los miembros del grupo
arbolero, alcanzamos el cenit de nuestra visita, el punto culminante y el
apogeo de nuestra mañana paradisíaca.
“Antes nuestros
asombrados ojos apareció el inmenso océano de cepas que nunca habríamos
imaginado que existiera. La zona de producción de vinos más grande de la
Tierra.”
Desde esa altura
y mirando hacia el Norte, se divisaban las casitas blancas de los pueblos de
Trebujena y Lebrija. al Oeste, divisamos las araucarias y las espadañas de las
iglesias del barrio alto de Sanlúcar y muy al fondo, los pinares y las dunas de
coto de Doñana.
Estábamos
rodeados por las marismas y las marcas de los antiguo estuarios del
Guadalquivir y el Guadalete y hacia el Sur nos asomamos a la bahía de Cádiz y
con nuestra imaginación, atravesamos su nuevo puente y hasta nos acercamos a la playa de La Caleta. Los altos montes de la
sierra de Grazalema, la colina de Medina Sidonia y los bosques verdes del Los
Alcornocales adornaban la vista por el lado de Levante.
Estábamos muy
cerca de la antigua Asta Regia y entonces, al verla, nos imaginamos lo que fue,
o pudo ser, toda aquella inmensa tierra ahora gobernada por tan hermosos
viñedos.
Soñamos que
quizás por aquellos predios estuvo enclavado el jardín de las Hespérides, con
sus manzanas de oro que obsequiaban con la inmortalidad a quienes fueran
capaces de probar su bocado. Pensamos si en aquellos parajes pudo existir el
mítico continente hundido de la Atlántida y más seguramente, si aquellas
colinas que teníamos enfrente habitaron y formaron Tartessos, la cuna de la
civilización de Occidente.
En aquel
momento, creímos que estábamos divisando lo que fue un tiempo el centro del
orbe, convertido en el lugar que
producía ahora los mejores vinos también del universo, unos vinos que llenaban
de alegría las almas de casi medio mundo.
Terminamos
nuestra bonita experiencia paseando y fotografiando aquellos lugares de
ensueño. Llegamos al antiguo camino de Macharnudo, que atraviesa, de este a
oeste, a todo ese Pago plagado de viñedos, de casas blancas como Botaina, La
Escribana, El Salto y El Barco. Todo lo mejor de lo mejor y el cogollo de la
producción vitivinifera del Marco de Jerez.
Para contrastar
y terminar nuestro periplo, nuestra particular epopeya de una mañana entre
viñedos, nos acercamos a fotografiar a otro tipo de viñedo, el de las uvas
tintas de El Corregidor , el el Pago de Carrascal, otro paraje singular que
merecerá una visita más detenida y profunda en otra ocasión.
¡Y cómo no podía
ser de otra forma, acabamos la mañana brindando todos con un excelente “palo
cortado” de la casa Fundador!.
Lo hicimos para
celebrar la grandiosa mañana, por el próspero futuro del vino de Jerez y por
todos nosotros, Los Amigos del Jerez de los Árboles.
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