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domingo, 15 de noviembre de 2020

Una visita otoñal al viñedo jerezano.

 

Aunque la belleza del viñedo jerezano resulta incomparable durante los meses de la primavera y desde luego en septiembre, cuando la fruta de sus racimos, llenos de sol, explotan dando origen a uno de los mejores y más apreciados vinos del mundo, una visita en el centro mismo del otoño no deja de ser un emocionante encuentro con las hojas menguantes, con las luces decadentes y con las lomas de tierras blancas casi vacías, pero llenas de vida por dentro. Un espectáculo distinto, pero igualmente hermoso y digno de contemplar.

 


Y eso fue lo que fuimos a buscar, hace unos pocos días, el grupo de los amantes de los árboles de Jerez: los colores y los tonos dulces que desprenden las cepas  de la vid (Vitis vinifera) hasta en su decadencia.

 












Había llovido unos días antes, pero quedaban algunas nubes sueltas que cruzaban lentamente los cerros y se sentía una pequeña bruma que tapaba los horizontes, pero ello no supuso ningún obstáculo para lo que pudimos presenciar después y desde aquella torre, desde la atalaya del Castillo de Macharnudo: “Lo que iba a ser una de las panorámicas más maravillosas, una de las experiencias más interesantes que íbamos a poder presenciar a lo largo de nuestras vidas”.

 












¡Un océano de cepas de viñas, de pequeños arbolitos que se extendía a nuestros pies y ocupando unas tierras que habían sido un verdadero mar 30 millones de años antes, en el periodo terciario!

 














Cuando subíamos la empinada cuesta de El Majuelo, que nos acercó hasta lo más alto del pago de Macharnudo, nos fijamos en los bonitos cipreses que bordeaban el camino y nos paramos para observar de cerca y por vez primera, la mezcla de colores que presentaban las hojas de aún aguantaban aferrándose a los sarmientos, como no queriendo apartarse nunca de sus cepas.

 




















El escandaloso verdor de la primavera y el más aceitunado del verano, se mantenía aún en el centro de las hojas, pero daba paso a diversas tonalidades del amarillo y a los serenos ocres, que ya se apoderaban de las puntas e iniciaban el arrugado de sus bordes aserrados.

 














El contraste de la tierra blanca con las hileras de los liños que subían y bajaban desde las cotas de los cerros hasta los bajos, parecían olas, cómo las que en su día desataron los vientos de poniente sobre el primitivo mar que allí existió.

 











Bajamos para tocar la tierra de albariza, que estaban alomadas por lo que nuestro profesor, Javier Fernández de Bobadilla, llamó acertadamente “aserpiado”, un invento, una especie de pequeños embalses que acumula las aguas más torrenciales y evita la erosión de las tierra hacia los arroyos y gavias que circulan por entre los cerros blancos.

 


Dicen que las tierras de Macharnudo son las más apreciadas y seguramente las más caras de todos los pagos jerezanos. Su textura es tan tierna que a veces se asemeja a la leche en polvo. Casi a su nata tierna. Es también tan suave como la harina y sus pequeños grumos se deshacen con gran facilidad en apenas tocarlos.






 






El secreto de esa singular textura está en su extraordinaria composición, una mezcla de restos de elementos orgánicos, de plancton unicelular, pero que por la característica de su pared silícea cristalina o bien calcárea, han aguantado hasta hoy.

 

“Es cómo el fondo del antiguo océano”, nos explicó Beltrán Peña, el director de viñas de Bodegas Fundador, un científico sereno, experto geólogo y una persona de trato exquisito que tuvimos la fortuna que nos acompañara durante la mayor parte de nuestro recorrido otoñal por el viñedo jerezano.

 


Beltrán nos mostró fotografías tomadas a través de sus más de quince microscopios y pudimos observar fósiles de las algas diatomeas, los esqueletos de esponjas, radiolarios y de silicoflagelados, que vivieron en el fondo de estas tierras durante varias eras y que ahora daban sustento a las mejores viñas y de base a los más exquisitos vinos.

 








 















Cuando por fin llegamos al castillo de Macharnudo, Beltrán nos recibió, nos mostró toda la casa, incluyendo su coqueto oratorio, la nave de vinificación con su espléndida bajo-cubierta de vigas, y cerchas piramidales de madera, el lugar ideal para celebraciones, la antigua gañanía hoy convertido en salón para actos y el extraordinario suelo empedrado del antiguo almijar, excelentemente conservado.

 
































También nos enseñó a un grupo de olmos comunes, negrillos, (Ulmus minor), todavía pequeños, pero que es una selección interesante obtenido por la Escuela de Ingenieros de Montes, que llamaron la atención de nuestro experto en botánica, Javier.

 












Pero la sorpresa llegó cuando nuestro anfitrión nos propuso subir hasta la terraza de la alta torre que preside solemnemente y caracteriza a la monumental casa de viñas de El Majuelo.

 


Por su estrecha escalera de caracol, que provocó el vértigo a alguno de los miembros del grupo arbolero, alcanzamos el cenit de nuestra visita, el punto culminante y el apogeo de nuestra mañana paradisíaca.

 


“Antes nuestros asombrados ojos apareció el inmenso océano de cepas que nunca habríamos imaginado que existiera. La zona de producción de vinos más grande de la Tierra.”

 


Desde esa altura y mirando hacia el Norte, se divisaban las casitas blancas de los pueblos de Trebujena y Lebrija. al Oeste, divisamos las araucarias y las espadañas de las iglesias del barrio alto de Sanlúcar y muy al fondo, los pinares y las dunas de coto de Doñana.

 











Estábamos rodeados por las marismas y las marcas de los antiguo estuarios del Guadalquivir y el Guadalete y hacia el Sur nos asomamos a la bahía de Cádiz y con nuestra imaginación, atravesamos su nuevo puente y hasta nos acercamos a  la playa de La Caleta. Los altos montes de la sierra de Grazalema, la colina de Medina Sidonia y los bosques verdes del Los Alcornocales adornaban la vista por el lado de Levante.

 

Estábamos muy cerca de la antigua Asta Regia y entonces, al verla, nos imaginamos lo que fue, o pudo ser, toda aquella inmensa tierra ahora gobernada por tan hermosos viñedos.

 


Soñamos que quizás por aquellos predios estuvo enclavado el jardín de las Hespérides, con sus manzanas de oro que obsequiaban con la inmortalidad a quienes fueran capaces de probar su bocado. Pensamos si en aquellos parajes pudo existir el mítico continente hundido de la Atlántida y más seguramente, si aquellas colinas que teníamos enfrente habitaron y formaron Tartessos, la cuna de la civilización de Occidente.

 











En aquel momento, creímos que estábamos divisando lo que fue un tiempo el centro del orbe,  convertido en el lugar que producía ahora los mejores vinos también del universo, unos vinos que llenaban de alegría las almas de casi medio mundo.

 











Terminamos nuestra bonita experiencia paseando y fotografiando aquellos lugares de ensueño. Llegamos al antiguo camino de Macharnudo, que atraviesa, de este a oeste, a todo ese Pago plagado de viñedos, de casas blancas como Botaina, La Escribana, El Salto y El Barco. Todo lo mejor de lo mejor y el cogollo de la producción vitivinifera del Marco de Jerez.

 













Para contrastar y terminar nuestro periplo, nuestra particular epopeya de una mañana entre viñedos, nos acercamos a fotografiar a otro tipo de viñedo, el de las uvas tintas de El Corregidor , el el Pago de Carrascal, otro paraje singular que merecerá una visita más detenida y profunda en otra ocasión.

 






















¡Y cómo no podía ser de otra forma, acabamos la mañana brindando todos con un excelente “palo cortado” de la casa Fundador!.

 

Lo hicimos para celebrar la grandiosa mañana, por el próspero futuro del vino de Jerez y por todos nosotros, Los Amigos del Jerez de los Árboles.           

 

 

 

 

 

  

 

            

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