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miércoles, 23 de diciembre de 2020

El escocés que se enamoró del vino y de los naranjos de Jerez

 El naranjo amargo (Citrus aurantium) ya ha sido objeto de nuestra atención en este blog, por lo que se le han dedicado algunas entradas, la más reciente en Enero de este mismo año, Los naranjos, pero ahora que estamos en Diciembre y volvemos a ver la recolección de las naranjas, a nuestro entender antes de tiempo, queremos seguir insistiendo en que se trata de un árbol ornamental plantado en nuestras calles y plazas con el fin de embellecerlas, además de para mejorar la calidad del aire que respiramos, y parte fundamental de este aspecto es poder verlos plenos de frutos precisamente en los meses invernales, cuando más necesitamos un soplo de color. Somos conscientes de que las naranjas que caen al suelo pueden causar algunas molestias, pero retirarlas antes de tiempo es privarnos de una estampa única de la que gozamos los que vivimos en las ciudades y pueblos de la baja Andalucía. Cuando en estas fechas invernales nos visitan turistas de latitudes más septentrionales, tanto españoles como extranjeros, se quedan prendados de ver estos naranjos cuajados de estas bolas navideñas naturales, no de plástico, en las que se convierten las naranjas por estas fiestas tan entrañables.

Desde este blog queremos seguir insistiendo en que la recogida de las naranjas amargas de nuestros naranjos se debería hacer a partir de mediados de Febrero y no en Diciembre o Enero.

Esta actuación con la que no estamos conforme, ha inspirado a nuestro amigo Juan Luis a escribir el cuento que publicamos a continuación. Esperamos que los visitantes de nuestro blog lo encuentren ameno y sirva para que mas ciudadanos se unan a nuestra causa.


 

EL ESCOCÉS QUE SE ENAMORÓ DEL VINO Y DE LOS NARANJOS DE JEREZ

Por Juan Luis Vega

 

 

En 1855, la ciudad de Jerez se hallaba en plena expansión del negocio del vino cuando el escocés Sean Gordon aterrizó en ella. Su padre destilaba y criaba whisky cerca de Aberdeen y tenía por costumbre comprar botas envinadas con jereces para envejecer sus single malt y darles ese punto tostado y avainillado imposible de obtener sin el toque sublime y dulce del roble y de sus duelas empapadas de Olorosos o Amontillados viejísimos.

 


Cuando aquellas maderas añejas volvían a sentir el contacto con el líquido, esta vez destilados de grano, empezaban a resumir y a dar todo lo que llevaban dentro y llenaban al whisky de aromas imposibles, de toques aromáticos con extremada sutileza, de sabores refinados y elegantes. Los destilados de maltas, sin apenas sabor, se tornaban de inmediato en un licor dorado, diferente y exquisito con solo sentir el leve contacto de las botas envinadas con esos jereces.

   



                                                               








Cuando Sean cumplió los dieciocho años, fue enviado a trabajar como comercial al suroeste de Inglaterra y allí, en Bristol, se dio cuenta enseguida de cual sería su destino. Veía las goletas que llegaban sin cesar a su puerto, cargadas de maravillosos vinos de Jerez. Unos vinos que olían a gloria después de haber viajado por lar mar y haberse oxigenado con tanto aire atlántico y que estaban llenos de sal y de buena humedad.

 

El vino que viajaba en el interior de las botas no paraba de moverse, de manera que cuando llegaban a Inglaterra desprendía un aroma exultante. Un bouquet parecido a los llamados vinos de ida y vuelta, los indian wines, que cuando regresaban de sus cabotajes desprendían tal cantidad de aromas y esencias, que llegaban casi a perturbar el sentido del olfato. Algo arrebatador y exclusivo del vino de Jerez.

 











El joven Sean quedó enseguida enamorado de este aroma nada más recalar en Bristol y pensó que en ese prodigio se hallaba la oportunidad de su vida. Trabajar con aquellos vinos que endulzaban los whiskies de su familia en las tierras altas del Norte y que olían de esa manera tan asombrosa cuando llegaban a Inglaterra, tenían que tener muchas posibilidades de éxito, seguro.

 

Podría criarlos y luego venderlos en toda Inglaterra, ya que Bristol estaba a apenas dos jornadas de Londres y ya conocía a muchos distribuidores del sherry, que podrían ayudarle en su propósito comercial. Era muy joven, soltero y nada ni nadie le ataban a aquella isla, donde además casi siempre llovía o hacía niebla.

 

Aque soltó sus amarras y se embarcó con rumbo al sol, buscó la luz del Mediodía y halló las blancas colinas jerezanas, que estaban llenas de cepas retorcidas y de hojas verdes, un paisaje que le recordaba un poco a sus valles de la lejana Escocia, donde no volvería ya nunca jamás.

 








Rebuscó el origen de ese aroma, de esa fragancia tan envolvente y milagrosa que le trastornó,  para siempre, se olvidó de todo lo anterior y allí lo encontró. La respuesta de aquel hechizo se hallaba en aquella tierra nueva y en el sol, en aquel astro caliente que lo inundaba todo, pero también en la adoración hacia el vino que sentían todos los hombres de su nuevo hogar. Un pueblo que rezumaba pasión por el vino, que lo sentían como si fuera un sarpullido, como una erupción que afloraba por todos los poros de los cuerpos de aquella gente.

 




 







Como estaba obsesionado con el aroma, lo primero que percibió Sean Gordon, cuando llegó a Jerez sobre mediados del mes de  Marzo de 1855, fue el perfume del azahar de los naranjos amargos que cubrían casi todas las calles de la ciudad y la impresionante fragancia de los vinos, que emanaban a borbotones por los ventanales entreabiertos de sus bodegas.

 

Calle Corredera, donde primeramente se plantaron naranjos amargos en Jerez













En esa época, Jerez era una ciudad exageradamente olorosa y a la vez un hervidero de gentes que acudían de todas partes, de muchos países y pueblos, ansiosas como él por descubrir la fiebre del oro del vino de Jerez

 

Las calles del nuevo Jerez estaban soberbiamente empedradas y en sus aceras enlosadas lucían cantidad de plátanos de paseo y sobre todo, naranjos. Por ella, transitaba un enorme gentío; carros cargados con botas nuevas de vinos y con largos palos de madera para vigas y para montar los cachones de las bodegas y reatas de mulos cargados hasta las trancas con chapas de corchos, que fueron arrancados de un tajo en los alcornocales cercanos y que se usaban para confeccionar sus tapones.                                




                                              






Por sus calzadas adoquinadas circulaban berlinas y calesas tiradas por corceles tordos enjaezados a la inglesa, mientras que por las aceras varios chaveas vendían naranjas de comer y que pregonaban:“¡durses como la almíbar, niña llévate una!”.

 

El escocés se admiró al ver cómo algunas mujeres guapas que baldeaban los soportales, regaban los geranios que colgaban de sus balcones y los alcorques de los naranjos que adornaban las calles blancas y estrechas de sus barrios.                                                                           

 























Todo era color, olor y sabor en aquel Jerez que recibió al joven con los brazos abiertos al escocés, que notó que aquella ciudad era como una permanente y hermosa feria, una explosión de vida y alegría y una envidia de lugar, pero sobre todo llena de riqueza, con mucho ingenio y desde luego donde se notaba el arte y la sal de la vida por sus cuatro costados. Algo insólito y totalmente diferente a la pálida Inglaterra y a su ya lejana Escocia.

 














Evidentemente había acertado plenamente en la elección de su nuevo lugar de residencia y ahora se disponía a poner en marcha todo lo que él había imaginado para su futuro: levantar una gran bodega, producir el mejor vino.

 





Pero enamorado también del aroma de aquellos naranjos creyó que sus parientes de las islas británicas, tan amantes de los desayunos y del “tea” con pastas a las cinco de la tarde, apreciarían y comprarían, no solo sus vinos, sino una mermelada elaborada con las naranjas amargas que producirían aquellos naranjos tan extraordinariamente bellos.

 

La confitura de naranja amarga, que el ya conocía de su etapa en Bristol, donde era conocida como Seville orange marmalade, tenía la gran propiedad de mezclar tres sabores perfectamente ensamblados, dulce, amargo y ácido a la vez, algo verdaderamente único y extraño, pero que le encantaba a sus antiguos paisanos. Así que montó enseguida una buena bodega y al mismo tiempo una pequeña fábrica de conservas que denominó y registró con la marca :“Gordon” “Sherry orange jam”, con el objetivo de diferenciarse de la elaborada con las naranjas sevillanas.

 

En las contraetiquetas de sus envases de cristal rezaba: “ Esta mermelada está elaborada sobre la base de tres productos naturales, las Naranjas Amargas de las calles y plazas de Jerez de la Frontera, la ciudad española mundialmente conocida por ser la productora y criadora del Sherry, el mejor  vino del mundo, Cascaras Ralladas de las mismas y Azúcar Blanca obtenida de caña de azúcar de la costa oriental de Andalucía”.

 





Y se añadía:” En la fabricación de esta rica mermelada, hemos puesto el mismo esmero y la ternura que dedican los criadores jerezanos a su extraordinario vino”. En este delicado confite, encontraran una mezcla de sabores inigualable, pero también los aromas del azahar andalusí, recuerdos de un pasado insólito, el exotismo de esta tierra, la poesía y el embrujo de los hombres que la confeccionan para ti”.












La mermelada de naranja amarga “Gordon” tuvo un éxito extraordinario en el mercado británico de la época. Los pedidos se multiplicaban y se embarcaban rumbo a Bristol en compañía de los vinos de la casa Gordon y en las veloces goletas que partían, por decenas cada día, desde el puerto jerezano de El Trocadero.

 

“Gordon Orange Jam”, se convirtió en uno de los productos estrellas de las tres tiendas más sofisticadas de la época en Londres, Harrods, Selfrigdes y sobre todo de Fortnum & Mason, la tienda de lujo del 181 Piccadilly, St. James´s.

 

Con los beneficios de sus exportaciones al RU de su exquisita mermelada, el astuto escocés Sean Gordon fue construyendo lo que se convirtió años tardes en una de las mayores bodegas exportadoras de vinos de Jerez, Gordon & Son, Co. Lted.

 

Como reconocimiento al fruto de ese árbol, el propietario construyó en el interior de su bodega un gran “Patio de los Naranjos” un espacio increíblemente bello que recordaba a los de la Catedral de Sevilla y al de la Mezquita cordobesa. También dibujó y plantó un bello jardín de inspiración, como el del Generalife granadino, con su fuente de chorrillos incluido pero siempre bordeado de  redondos naranjos amargos.


















Cuentan que Sean Gordon llegó a obsesionarse con la belleza de estos árboles, repletos de bolas durante todo el invierno, que en sus últimos años de vida dedicaba horas y casi días enteros contemplando la belleza de estos árboles a los que nunca permitió que alguien osara recoger a algunas de sus frutas.

 











Se sabe que los visitantes que recorrían en tropel su bodega se extasiaban al contemplar la fruta colgante en pleno invierno y que exclamaban masivamente: “Esto es el Paraíso”

 











Pero se conoce tambien que Gordon, antes de fallecer, se arrepintió de haber creado su célebre “Orange Jam” porque consideró que nunca debió recolectar, antes de tiempo, a esa fruta tan maravillosa que hermoseaban a la ciudad que le dio tanto y que finalmente dejó escrito en su testamento: “QUÉ JAMÁS SE RECOLECTARA  LAS NARANJAS PARA MERMELADAS HASTA LA SEGUNDA QUINCENA DE FEBRERO, UN MES ANTES DE QUE VOLVIERA A INUNDARSE JEREZ DEL MARAVILLOSO AROMA DEl AZAHAR”       

 

   

 

También hay que mencionar que grandes pintores como Joaquín Sorolla hicieron del naranjo protagonista de alguna de sus obras, un reconocimiento a la belleza de este árbol tan entrañable para Jerez.



Cuadro de Joaquín Sorolla "Entre naranjos"


Por último, queremos reproducir una estrofa del poema de Marcelino Menéndez y Pelayo titulado "En el abanico de la mujer de Pereda" donde elogia a este maravilloso árbol.




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