El naranjo amargo (Citrus aurantium) ya ha sido objeto de nuestra atención en este blog, por lo que se le han dedicado algunas entradas, la más reciente en Enero de este mismo año, Los naranjos, pero ahora que estamos en Diciembre y volvemos a ver la recolección de las naranjas, a nuestro entender antes de tiempo, queremos seguir insistiendo en que se trata de un árbol ornamental plantado en nuestras calles y plazas con el fin de embellecerlas, además de para mejorar la calidad del aire que respiramos, y parte fundamental de este aspecto es poder verlos plenos de frutos precisamente en los meses invernales, cuando más necesitamos un soplo de color. Somos conscientes de que las naranjas que caen al suelo pueden causar algunas molestias, pero retirarlas antes de tiempo es privarnos de una estampa única de la que gozamos los que vivimos en las ciudades y pueblos de la baja Andalucía. Cuando en estas fechas invernales nos visitan turistas de latitudes más septentrionales, tanto españoles como extranjeros, se quedan prendados de ver estos naranjos cuajados de estas bolas navideñas naturales, no de plástico, en las que se convierten las naranjas por estas fiestas tan entrañables.
Desde este blog queremos seguir insistiendo en que la recogida de las naranjas amargas de nuestros naranjos se debería hacer a partir de mediados de Febrero y no en Diciembre o Enero.
Esta actuación con la que no estamos conforme, ha inspirado a nuestro amigo Juan Luis a escribir el cuento que publicamos a continuación. Esperamos que los visitantes de nuestro blog lo encuentren ameno y sirva para que mas ciudadanos se unan a nuestra causa.
EL ESCOCÉS QUE SE
ENAMORÓ DEL VINO Y DE LOS NARANJOS DE JEREZ
Por Juan Luis Vega
En
1855, la ciudad de Jerez se hallaba en plena expansión del negocio del vino
cuando el escocés Sean Gordon aterrizó en ella. Su padre destilaba y criaba
whisky cerca de Aberdeen y tenía por costumbre comprar botas envinadas con
jereces para envejecer sus single malt y darles ese punto tostado y
avainillado imposible de obtener sin el toque sublime y dulce del roble y de
sus duelas empapadas de Olorosos o Amontillados viejísimos.
Cuando
aquellas maderas añejas volvían
a sentir el contacto con el líquido,
esta vez destilados de grano, empezaban a resumir y a dar todo lo que llevaban
dentro y llenaban al whisky de aromas imposibles, de toques aromáticos con extremada
sutileza, de sabores refinados y elegantes. Los destilados de maltas, sin
apenas sabor, se tornaban de inmediato en un licor dorado, diferente y
exquisito con solo sentir el leve contacto de las botas envinadas con esos
jereces.
Cuando Sean cumplió los dieciocho años, fue enviado a trabajar como comercial al suroeste de Inglaterra y allí, en Bristol, se dio cuenta enseguida de cual sería su destino. Veía las goletas que llegaban sin cesar a su puerto, cargadas de maravillosos vinos de Jerez. Unos vinos que olían a gloria después de haber viajado por lar mar y haberse oxigenado con tanto aire atlántico y que estaban llenos de sal y de buena humedad.
El
vino que viajaba en el interior de las botas no paraba de moverse, de manera
que cuando llegaban a Inglaterra desprendía
un aroma exultante. Un bouquet parecido a los llamados vinos de ida y
vuelta, los indian wines, que cuando regresaban de sus cabotajes desprendían tal cantidad de aromas
y esencias, que llegaban casi a perturbar el sentido del olfato. Algo
arrebatador y exclusivo del vino de Jerez.
El joven Sean quedó enseguida enamorado de este aroma nada más recalar en Bristol y pensó que en ese prodigio se hallaba la oportunidad de su vida. Trabajar con aquellos vinos que endulzaban los whiskies de su familia en las tierras altas del Norte y que olían de esa manera tan asombrosa cuando llegaban a Inglaterra, tenían que tener muchas posibilidades de éxito, seguro.
Podría criarlos y luego
venderlos en toda Inglaterra, ya que Bristol estaba a apenas dos jornadas de
Londres y ya conocía
a muchos distribuidores del sherry, que podrían ayudarle en su
propósito comercial. Era muy joven, soltero y nada ni nadie le ataban a aquella
isla, donde además casi siempre llovía o hacía niebla.
Así que soltó sus amarras y se
embarcó con rumbo al sol,
buscó la luz del Mediodía
y halló las blancas colinas jerezanas, que estaban llenas de cepas retorcidas y
de hojas verdes, un paisaje que le recordaba un poco a sus valles de la lejana
Escocia, donde no volvería
ya nunca jamás.