En esta primavera del 2.020 en que a consecuencia del Covid-19 nos hemos visto encerrados en nuestros hogares sin poder disfrutar de la naturaleza en esta estación tan llena de colorido, llenos de nostalgia, queremos publicar la crónica de una excursión que hicimos el 15 de Mayo del 2018 por el Parque de Los Alcornocales, concretamente en las cercanías de Los Barrios y Alcalá de los Gazules, para ver y fotografiar entre otras, una flor, el rododendro, que por si sola ya merece dicha excursión.
Esta es la crónica hecha por Joaquin Caro acompañada por las fotos tomadas por Antonio Galiano.
Mediados de
Mayo, mediados de primavera, una fecha estratégica y esperada, para descubrir y
disfrutar, de una de las más bellas floraciones: Los Rododendros.
A eso nos
disponíamos hoy, nuevamente con la inestimable compañía de Javier Fernández de
Bobadilla, quien nos llevaría a través del sendero, al lugar exacto donde
encontrarlos.
Quedamos a
desayunar antes de las nueve, pues como el sendero no era muy largo, no hacía
falta ir temprano. No obstante, había que dar más contenido al día, y decidimos
ir primero a la Ermita-Santuario de Ntra. Sra. de los Santos, en Alcalá de
los Gazules, para recorrer los carriles adyacentes, y ver plantas y flores
silvestres del entorno.
En total
fuimos 6, por lo que uno de los componentes del grupo, decidió ir en moto
directamente al santuario, y el resto en un solo coche.
Como todo es
aprendizaje en nuestras rutas, y mucho más si vamos de la mano de Javier, nada
más salir, nos colocamos una vía virtual en la vena verde de nuestro cuerpo,
tomamos la autovía, y desde el coche, mientras observamos la vegetación,
ya nos conectamos el gotero botánico, para que nos fuese suministrando los
conocimientos necesarios, y así apreciar con sentimientos palpitantes, cada
árbol, flor, hierba, arbusto, bosque o campiña, que recorremos con nuestros
cinco sentidos.
Como he
dicho antes, y yendo en compañía de una persona tan docta en la materia, la
primera en la frente. Ya en la autovía, comentando el paisaje, hablamos de lo
bonito que se veían los campos de jaramagos. Pues nos dijo Javier que esos no eran
jaramagos, sino que se llamaban Brassica nigra, aunque se parecían
mucho. Y eso desde el coche, sin pararse siquiera, por el tono y la forma.
Resulta que los auténticos jaramagos se llaman Diplotaxis virgata. Había
otros arbustos que nos llamaban la atención, y no los recordábamos, o no nos
habíamos fijado antes. Arbustos cubiertos de flores amarillas, de alto porte
(pueden alcanzar los 3m), tanto en las medianas como en los laterales de la
autovía, llamados spartium junceum ó retama de olor, con
las corolas estandarte, como una gran vela de barco en forma de corazón
invertido, asomando en su parte inferior la quilla, acompañada de dos remos
laterales. Su género está muy relacionado con las genistas o los cytisus.
Ya hemos experimentado esta sensación en anteriores ocasiones, por nuestras
rutas carrileras, o en los desplazamientos a otros parajes, donde la variedad
de tonalidades de los campos, te hacen mirar a uno y otro lado, cada cual más
sorprendente. El hecho de ir de pasajero, te da una ventaja adicional para
deleitarse en lo que te rodea, contemplando espacios abiertos que se realzan en
primavera, y se cubren con tanta variedad de plantas y flores silvestres, unido
al arbolado típico de nuestra sierra.
Llegamos a
la desviación hacia el Santuario, y dejamos el coche en la Venta Cruce de los
Santos, pues la misma intersección estaba repleta de un mapa policromático,
el
cual nos dispusimos a palpar y conocer en primera persona. Solo bastó andar
unas decenas de metros frente a la Venta, por la carretera de acceso a la
autovía, para admirar el tono predominante de malvas y amarillos,
como si
hubiesen extendido un muestrario de telas estampadas a lo largo del bardo,
correspondientes a lavateras y brassica nigra. El más cercano
a la venta, tenía mucha abundancia de zullas,
asperjando este nuevo
tejido de fondo verde, con salteadas motas de un rojo intenso, resultando una
alfombra
irisada, envidia de los mejores talleres de tapices. El amigo Juanlu
es uno de los que más manifiestan su emoción, cuando está en contacto con la
naturaleza. Por ello, no deja pasar la oportunidad de hacerse fotos, inmerso en
esta vorágine floral y silvestre, recostado entre malvas, jaramagos, zullas
o espiguillas, entre otros, rendido ante la altanería que le provoca la
confluencia de tanta vistosidad.
Nuestra
disección de la zona, sin la ayuda de Javier no sería posible, pues nos suenan
las especies de verlas por los campos, pero no sus nombres científicos.
Comenzamos por las Altabacas (Ínula viscosa) ahora llamadas Dittrichia
viscosa, huérfanas ahora de sus flores amarillas, pero que
conservan el tacto pegajoso en sus hojas. Variedades de cardos, como el Galactites
tomentosa, terminados en
un crespón de color morado, convertido en una esfera estrellada de infinitas
puntas.
Plantas diminutas, que según nuestro experto son muy abundantes por
calles, aceras y tejados, concretamente la becerrilla (Mysopates
orontium), de color rosa y blanco, parecida a dos labios abiertos, con
un corte en la mitad del superior y el inferior dividido en 3 partes. En la
unión de ambos, aparecen unas pequeñas líneas, de color rojizo, como largas
pestañas onduladas. Otra rareza de color azul-violeta, el trébol hediondo
(Psoralea bituminosa), que tiene ese apellido, porque al frotar
sus hojas, desprenden un olor característico parecido al alquitrán. Nuestra
inspección continuaba, fijándonos en las más atractivas para la vista, como la
hierba vaquera (Scrophularia
sambucifolia), de la que hay más
de 200 especies. Sus flores, agrupadas en panículas, de color rojo purpúreo,
tienen la corola bilabiada, y se asemejan a nidos , adornados con una peineta
púrpura, donde asoman por la parte contraria unas anteras amarillas, como
cabezas de pajarillos esperando la comida.
Cambiamos a gramíneas muy comunes al
borde de caminos y carreteras, como la Piptatherum miliaceum,
cuyo nombre viene del griego y significa "glumas caídas". Y
efectivamente, es una espiguilla con la parte superior péndula, hojas de vaina
glabra e inflorescencias en forma de panícula piramidal. La acompañan el cerrillo
escobero (Stipa offneri), que son también espiguillas
forrajeras, que sirven de alimento al ganado y además se usan para hacer
cuerdas, cestos, etc.

El espacio
que recorrimos era reducido, pero la acumulación de especies era todo un
cónclave, a donde habían acudido representantes de todos los puntos agrícolas,
vestidos de paisano, excepto la zulla, que venía de uniforme.
Seguimos con otro
grupo, parecido a las margaritas, la Pallenis espinosa, que su
nombre ya nos está diciendo que pinchan, pues sus brácteas exteriores tienen
forma de estrellas punzantes, y las interiores, más pequeñas, con las puntas
verdes ovaladas. Sus flósculos son amarillos anaranjados.

Pasamos a la
cerraja lanuda (Andryala integrifolia), de flores
hermafroditas, con capítulos formados en corimbos de color amarillo. Son muy
curiosas, pues al verlas de cerca, observamos que sus brácteas son lanceoladas,
y todas las flores del capítulo son liguladas y acaban en cinco dientes
(quiquedentadas), formando una figura semejante a los piñones superpuestos de
una bicicleta.
Ya estábamos
volviendo hacia la venta, pues nuestro amigo motorizado, hacía rato que nos
estaba esperando en el Santuario, así que cerramos esta parada intermedia con
fotografías a retamas amarillas junto al tamarix africana, y a
grandes matas de Cynara cardunculus, cardos comestibles similares
a la alcachofa o alcauciles. 
Ya en la
ermita, continuamos el paseo los seis, a través de un carril que parte desde
este lugar. Aparte de repetir algunas plantas, otras nuevas se presentaban,
como el pie de liebre (Plantago lagopus), una espiga
cubierta por una vellosidad sedosa, en forma de bellota, siendo sus hojas de
tacto suave y con pelos, como las orejas de un conejo. Seguimos con la hierba
estrella (Plantago coronopus), de hojas formadas en roseta
basal, y con el Trifolium, llamado trébol rojo, que cuando
se están formando las flores, aparecen como capullos ovoides, donde van
asomando una especie de cabecitas de caracoles, que luego se transforman en
inflorescencias de color rosa violáceo, con corola de 5 pétalos soldados y
cáliz de 5 sépalos, también soldados, con el resultado final de una decorativa
bolita con los pelos de punta.
Grupos de la
familia de las Asteraceae, las ojo de buey (Chrysanthemum
coronarium), bicolores,
parecidas a las margaritas, de tonos blancos y
amarillos. Desde nuestra posición, se veían perfectamente las melias (Melia Azedarach), ahora florecidas,
con sus copas cubiertas de ramilletes de flores pentámeras, con tonos lila y
púrpura, como jazmines adosados a sus tupidas ramas.
Frecuentemente
nos encontramos con la llamada pan de pastor (Mantisalca
salmantica), también de las Asteraceae, que forma una pequeña piña,
terminada en un crespón de flósculos rosados/morados. El brillante amarillo de
las variedades de jaramagos, sigue haciéndose notar, a distintos lados del
camino y repartidos por los extensos campos. Esta vez, otra variedad distinta a
las anteriores, la Hirschfeldia adpressa, ahora llamada Hirschfeldia
incana,
cuyo fruto permanece pegado al tallo. Son detalles minúsculos, que hacen
diferenciar las especies unas de otras. El amarillo abunda en los campos, y
ahora representado por las margaritas, como la Anacyclus radiatus, que
van recorriendo cunetas, laderas, bardos y praderas, compitiendo con otras
plantas, y extendiendo al máximo sus lígulas, llamando la atención de los
insectos.
Continuamos
observando nuevas plantas curiosas, como el Trifolium stellatum parecido
a una
pequeña bengala, compuesta por estrellitas rojas, pelosas, llamada
también farolillo.

O bien la escobilla morisca (Scabiosa
atropurpúrea), de color morado, desperdigadas entre hierbas y arbustos,
que parecen hechas de papel, siendo la parte central como si estuviese
compuesta de celdillas unidas.
Otra
variedad de cardos, la Cynara humilis,
terminada en una alcachofa
con la cresta de color morado, a quien llaman también alcachofilla. Nos
movíamos en un corto espacio de terreno, pero Javier nos seguía ilustrando con
las continuas variedades de plantas y flores silvestres. La Ajuga ive, de
color blanco, también las hay amarillas y rosado-purpúreas, con flores
irregulares y bilabiadas, dispuestas en verticilos, en racimos largos. Salvias
verbenacas, también en racimos de inflorescencias de color azul. Y otra muy
distinta y curiosa, la Aegilops geniculata, como una pequeña espiga,
llamada comúnmente ojo de cabra o rompesacos.
Abundantes Phlomis,
de
flores rosadas-purpúreas, pues era muy habitual
encontrarlos, aunque no vimos otras variedades como los de color amarillo o naranja.
Las frecuentes viboreras (Echium plantagineum), que tienen
pequeños pelos en los nervios, y
deben su nombre común a la forma de sus
frutos, pues son de forma triangular y se asemejan a la cabeza de una víbora.
Hay otra variedad en la costa, la Echium gaditanum. Nuevos
encuentros con margaritas amarillas, que daban paso a otra especie, también de
flor amarilla, Scorpiurus muricatus, de cáliz bilabiado, el
superior bífido y el inferior trífido. La corola tiene líneas rojas en el
estandarte. Me recuerda a la cabeza del famoso ratón Topo Gigio, con sus
grandes orejas. El fruto es muy curioso, pues se presenta en espiras
concéntricas, cubiertas de pequeñas espinas. Otra típica y extendida por los
campos es la avenilla loca (Avena sterilis y Avena barbata), con
la que hemos jugado de pequeños y de mayores, lanzándolas a los jerseys,
donde se prenden, por la composición de éstas bifurcadas espigas, en gluma,
lema y pálea, que son las brácteas que la recubren.

Sobre las doce, regresamos al aparcamiento de la ermita, y salimos hacia el
Sendero de Valdeinfierno. Antes de salir a la autovía, repaso desde el coche de
la vegetación a ambos lados del camino, algunas repetidas y otras omitidas.
Muchas Zanahorias silvestres (Daucus
carota), y algunos cañaverales de caña bastarda (Arundo plinii), y
las consabidas retamas de olor (Spartium junceum) que
nos iban alegrando el camino hasta llegar a la desviación hacia el sendero.
En poco más
de media hora, llegamos a la zona de aparcamiento de Valdeinfierno. Ya iba
siendo hora de tomar una copa, y así lo hicimos, con fino, amontillado y
oloroso. La foto habitual, con un brindis al inicio del encuentro con los
Rododendros.
Desde allí
mismo, comenzamos a fotografiar especies. Conocida de la Sierra de lijar, la Centranthus
calcitrapae con sus pequeñas florecillas rosadas,
o la Galactites
elegans, luciendo sus crestas moradas. Nada más empezar el sendero,
Javier nos enseñó una pequeña orquídea, la Ophrys tenthredinifera, u
orquídea avispa, que encierra una gran variedad de colores, como el
pardo rojizo, verde, amarillo, blanco, marrón, rosado y mezclas entre ellos. La
parte central de la misma, asemeja a una cabeza de pato, con el pico pardo
rojizo,
cubierto por un casco griego frigio de la época de Alejandro Magno, de
color verdoso amarillento, bajo la que hay un peto amarillo con una gran mancha
marrón en el centro, y coronado en la parte de atrás, por sépalos cóncavos y
rosados. Es aterciopelada y los lóbulos laterales los recubren unos pelos finos
blanquecinos.
El sendero
en sus inicios es agreste y seco, con variedad de vegetación muy común en éstas
zonas, como el jaguarzo (Cistus crispus),
de flores
rosadas o púrpuras, con numerosos estambres y un pistilo con un largo estilo.
Grupos de cantuesos (Lavándula
stoechas), de color azul violeta, con sus 2 pétalos sobresalientes,
como alas de mariposa.
Conjuntos de
lágrimas o pendientes (Briza máxima), pequeñas
cápsulas de seda o espiguillas, parecidas a insectos colgantes, como las
cochinillas. Ejemplares aislados de Gladiolus italicus,
a un
palmo del suelo, con inflorescencias a mitad del tallo, de color rojo brillante
a magenta.
Tallos de Scrophulariaceae
(Parentucellia viscosa), cubiertos de flores amarillas,
pentámeras, zigomorfas y hermafroditas, con dos labios laterales bilobados y
uno superior en forma de cresta.
Nos acercábamos
al primer objetivo de esta excursión: las carnívoras.
Este sendero
está colindante por la parte izquierda, al de la Montera del Torero, cuya roca
que da nombre al mismo, se divisaba perfectamente.
El paisaje era una mezcla de
tierra y piedras, con arbustos y algunos árboles autóctonos, de pequeño porte,
repartidos por los alrededores.
En el
camino, una zona semidesértica, con escasa vegetación, con predominio de
piedras, que presentaba una reducida elevación,
destacando unas plantas de
flores amarillas. Con nuestra sorpresa natural de aficionados al mundo vegetal,
y desconocedores de la variedad de plantas carnívoras que hay, nos quedamos de
piedra cuando Javier nos comentó que esa era la que estábamos buscando. ¿Cómo
podía ser eso una carnívora? Pues efectivamente lo era. Se trata de la drosera
y concretamente la Drosophyllum lusitanicum,
con sus hojas
dispuestas en forma de roseta estrecha, pegajosas, cubiertas de pelos, que desprenden
una gotitas de
secreción viscosa y aromática, por la que los insectos se
sienten atraídos. El colorido se lo
dan sus flores amarillas, de cinco pétalos,
con los estambres y anteras del mismo color. Saliendo ya de nuestro asombro,
continuamos por este árido trayecto, con algunos puntos de color, como la jara
negra (Cistus salviifolius), y que a pesar
de su nombre común, las flores de esta planta son de color blanco, con
estambres amarillos. Pequeñas enredaderas muy llamativas por sus
flores blancas
de cinco pétalos, con numerosos estambres y carpelos, como la zarzamora (Rubus ulmifolius).
El camino se estaba haciendo más húmedo, y había
que pisar por encima de la hierba, si no queríamos meternos en barro. A pesar
de ello, se hacía inevitable no manchar el calzado. Había más hierba acumulada,
y era señal de que teníamos cerca el Arroyo. A nuestros pies, otra especie
singular de margaritas, la Tolpis barbata,
de color amarillo y
blanco, con los bordes dentados y el centro de un tono púrpura rojizo oscuro.
Nuevamente
volvimos a ver grupos de brizas, pero de distintos tamaños, como la briza
máxima y la minor. A partir de
aquí, comenzaba la cuenta atrás. El arroyo se oía por nuestra derecha, y se
suponía que por esa zona, debían estar los rododendros. Pero sólo alcanzábamos
a ver un entramado de ramas y hojas verdes, y ni rastro de nuestra ansiada joya
arbustiva.
Uno de
nosotros, divisó el tono rosado de una de sus flores, que destacaba por uno de
los huecos de las tupidas hojas. Ese era el camino a seguir para encontrarlos,
pero ¿Por dónde llegar? No hallábamos ningún sendero que nos llevara al centro
del enclave. Así que, emulando al famoso Indiana Jones, nos convertimos en los “Arbóreos
Jones”, en busca de los Rododendros perdidos. Cruzamos las resbaladizas piedras
que atravesaban el arroyo, no evitando que alguna zapatilla deportiva entrase
en contacto con el agua. Comenzamos a desperdigarnos y a abrirnos paso,
sorteando la maraña de ramas, raíces, arbustos y piedras, intentando no meter
los pies en barro, alentados por los ánimos de un compañero que iba grabando
nuestra anhelada exploración. ¡Cuidado, cuidado! ¡Vamos, vamos! ¡Sigue,
sigue! ¡No, por ahí no, que está muy tupido!, -se oían las voces. ¡Mejor por
este lado, seguidme! –se oían otras. ¡Aquí, por la derecha se ve algo! Ya
estábamos a punto de conquistar nuestro peculiar tesoro, lo sentíamos, solo
quedaban unos metros. ¿Estamos llegando? ¿Seguimos adelante? Los corazones
latían con fuerza, pues alguien había logrado alcanzar la puerta de acceso al particular
Edén en Valdeinfierno. Por nuestra izquierda, una pared rocosa, muy húmeda,
cubierta de raíces, helechos y líquenes, nos marcaban el borde limitado del
camino. ¡Eh, Eh, aquí están! ¡Oh, oh, hemos llegado por fin! ¡Que maravilla!
Los rayos de sol iluminaban por los resquicios de las verdes hojas ovaladas,
racimos aislados de trompetas abiertas de color rosa intenso, de cuyo centro,
como exaltadas cuerdas vocales, se estiraban los estambres del mismo color,
terminados en blancas anteras, y dirigidos por un largo estigma. Solo uno de
los pétalos de cada flor, alteraba su colorido por una mancha de color
amarillento en su mitad, semejante a un haz de trigo recién segado. Esos
racimos aislados, nos condujeron al centro del auditorio, donde nos esperaba
una gran orquesta floral, dando rienda suelta a nuestras exclamaciones de
sorpresa y alegría, ante tamaño espectáculo. ¡Oh, oooooh! ¡Que fabuloso! ¡Madre
mía! ¡Cuánto lo he deseado! ¡Algo único, extraordinario!–expresiones de nuestro
improvisado cámara en su encuentro tan esperado. Por fin, localizamos a los
Rododendros perdidos. Móviles y cámaras captaban imágenes desde todos los
ángulos, dentro del reducido espacio que albergaba tanta belleza pictórica, y
tan efímera al mismo tiempo, pues como afirmaba Goethe, “sólo lo efímero es bello”. Esta especie arbórea, lleva el nombre de
Rhododendron ponticum.
El colorido
vergel que nos rodeaba, cohabitaba con otras variedades arbóreas, como Alisos
(Alnus glutinosa) y Quejigos (Quercus canariensis), a quienes se unía un ejército de helechos
(Pteris vittata), y algunas Rubias peregrinas repartidas
por todo el recinto donde nos encontrábamos. Los Rododendros estaban
cargados de flores, y aquel pequeño Edén nos contagiaba su hermosura,
desplazándonos a uno y otro lado, impregnándonos de un elixir especial, que
sólo los amantes de la naturaleza saben apreciar.
La maquinaria fotográfica
estaba en todo su apogeo, y el trípode buscaba los apoyos necesarios para las
tomas grupales,
acariciando los pétalos rosados, cobijándonos entre las verdes
hojas o jugueteando con los soros de los helechos.
Que pequeños nos vemos,
cuando nos sentimos abrazados por un manto vegetal de este calibre. ¡Que
paz!
¡Que sensación de bienestar! ¡Que sorprendente es la naturaleza! No entiendo cómo
podemos ser tan
insensatos de destruir esta riqueza y no luchar por su
preservación al más alto nivel.
El descubrir estos rincones naturales, nos
revitaliza para conservar y defender nuestra riqueza patrimonial.
No
queríamos salir de allí.
Aquel rincón nos proporcionaba un estado de ánimo
inefable, placentero, entusiasta.
La vegetación
era exuberante, los helechos
superaban nuestras cabezas,
las flores las teníamos a todas las alturas, los
alisos y quejigos se alzaban por encima de los rododendros. Este alzamiento de
la visión, era sufrido por las rubias
peregrinas, pues alguna que otra era víctima de algún pisotón distraído.





Pero no podíamos permanecer allí eternamente. Teníamos que cubrir la segunda
etapa del día, con nuevas incursiones, por lo que....
Tras una
media hora de éxtasis, abandonamos el lugar atravesando nuevamente la tupida
maleza de ramas entrelazadas, y algunos avanzamos un poco más para localizar
otra especie de planta carnívora, pero esta vez de flor casi microscópica. Ésta
se asentaba en una zona húmeda, y era difícil verla, pero para eso estaba
nuestro experto botánico. Allí estaba
oculta entre hierbas la Pinguicola
lusitanica,
con su flor de 5 pétalos blancos, y dos estambres. El tallo
está asentado en una roseta de hojas basales, de color verde o verde-castaño,
carnosas y dobladas hacia adentro, que asemejan a una estrella de mar. La flor
parece insignificante, pero vista en primer plano, realmente da miedo. Parece
que te va a comer el dedo. Cerca de ella, otra flor muy pequeña, amarilla de 4
pétalos, la Cicendia filiformis. Añadimos otra más,
igual de pequeña, de color blanquecino, la Anagallis aquatica. Volvimos
hacia atrás, donde esperaba el resto de los “A. Jones”, y cruzamos con cuidado
el arroyo, para iniciar el camino de vuelta.
En la misma
zona frontal a los rododendros, otras flores que se nos habían pasado a la ida.
El Botón de oro rastrero, de la familia del ranúnculo, una
flor amarilla dorada, de 5 pétalos de punta redondeada, con muchos estambres
del mismo color. Fuimos saliendo del sector húmedo del sendero, pisando por las
hierbas laterales para evitar el barro. Una última planta, de la familia de las
Lamiaceaes, de flores color azul violeta, de corola bilabiada, que se
agrupan en espigas terminales, a quien llaman consuelda menor, con
propiedades medicinales, siendo su nombre científico Prunella vulgaris.Ya a paso
ligero, en cuestión de diez minutos, regresamos al aparcamiento, dejando atrás
unas bonitas vistas de distintas tonalidades de verdes, con manchas ocres y marrones,
y sobre ellos, los salientes
pedregosos, marcando una de las características
más habituales de este sendero. Pasadas las dos y media, nos fuimos a comer
a
un merendero cercano, el de la Montera del Torero y antes de las tres, ya
estábamos todos reunidos en una de las mesas, que habíamos cubierto con la
comida y bebida del almuerzo.
Más tarde, nos dirigimos hacia Alcalá de los
Gazules, donde tomamos un café, para continuar dirección Paterna, camino de Peña
Arpada. El trayecto hacia este lugar, en el que íbamos todos en el
coche, excepto otro compañero que nos seguía en moto, mereció la pena en todos
los sentidos. El paisaje que divisamos desde el coche, causaba sensación.
Campos verdes, amarillos, lilas, rojos y rosados, se combinaban a través de las
cristaleras del vehículo, con brassica
nigras, malvas, zullas, onopordum, cardos marianos, etc. En algunas zonas,
se veían parches marrones, pertenecientes al ganado retinto que pastaba en la
dehesa. También nos comentaba Javier algunas plantas a través de la
ventanilla, como la Cistus ladanifer, productora del
ládano, un aceite fuertemente oloroso, o las Madreselvas, de
las que 4 variedades son autóctonas. Antes de las seis, ya teníamos la
Peña a la vista. Dejamos los vehículos, y comenzamos a tantear el terreno y
buscar nuevas plantas silvestres. Estábamos en una colada pública, por dónde
suele pastar el ganado, pues estaba vallado por una alambrada, tanto a la
derecha como a la izquierda, quedando la Peña en la parte
superior derecha. Se
notaba perfectamente que esa zona era la más transitada, pues apenas quedaba
hierba, al
contrario de las laterales, mucho más exuberantes.
Comenzamos a subir, a paso tranquilo, observando plantas conocidas y parando en
otras, no vistas durante la mañana. Grupos de phlomis, a punto
de florecer en unos días. Las tagarninas, de esbeltos tallos verdes,
abotonados de flores amarillas a todo lo largo. Los Galactites
tomentosa, protegido por sus hojas espinosas, y con algunas
alcachofas explosionadas en su parte superior por las inflorescencias de color
púrpura. A propósito de alcachofas, alguno se entretuvo en coger
caracoles, sobre todo en los cardos, a ver si daba para un guiso. Casi en mitad
del camino, había un arroyo casi seco,
pero con una particularidad, era de agua
salada. Los bordes del mismo, estaban cubiertos de sedimentos de sal, dando a
ese espacio verde un aspecto de marisma. Estuvimos buscando el lugar desde el
que manaba el agua, pero no conseguimos encontrarlo. Esta circunstancia del
arroyo salado, fue la que aprovechó Javier para hablarnos de los flamencos y su
hábitat en las marismas, y de dónde toman el color de su plumaje rosado. Es
debido al consumo de una variedad de cangrejos, que son de color rojo, los
cuales los mueven con sus patas y los van capturando con su pico. Cuando las
salinas están a punto de cristalizar, se ven los tonos de color rojo, que lo
provocan esos crustáceos. Una clase extra, fuera de la botánica. Casualmente,
esta fue una pregunta que hicieron en el
programa concurso Boom, al equipo de los Lobos, unos días después. Nuestro
amigo Javier, tiene una asignatura pendiente con ésta Peña, y es encontrar en
plena floración, a una variedad que sólo se da en este lugar, y se trata de la Silene gazulensis.
Esa tarde, quería llevarnos hasta allí, pero quedaba bastante lejos, había que
atravesar por zona alambrada con ganado suelto, y el personal no estaba muy
dispuesto a iniciar una aventura que conllevara riesgo de percance con animales
astados, y escalada senderista por Peña Arpada (que significa rematada
con dientes de sierra), al atardecer. Así que ese proyecto botánico, iba a
quedar para otra ocasión. Anduvimos un rato más hacia arriba, aprovechando para
sacar una foto grupal, con la Peña de fondo, y otras tomas que resaltaran, de
entre las distintas especies silvestres. Como ejemplo, los aegilops geniculata, que por aquí sí
los había abundantes, la Frankenia laevis, con sus flores de
color malva, algunas collejas (Silene vulgaris), que son comestibles, o
la magnífica Convulvulus meonanthus,
flores en forma de embudo,
de triple color, siendo el más externo lila, a continuación blanco, y el más
cercano a los estambres y estigma, de color amarillo, rodeándolos como el resto
que queda antes de apurar una copa de buen vino.
Pasadas las
6 y media, estábamos dando por concluida nuestra excursión. Muy completa en
todos sus términos, por la belleza del paisaje, tanto a la ida como en la
selección de la vuelta. Según el recorrido, o el sendero elegido, nuestro
cerebro iba cambiando las botellas del gotero virtual que conectamos a la
salida, para que la adaptación a cada entorno, llevara la dosis adecuada de
energía, admiración y deleite, esenciales para que el impacto medioambiental no
nos provocase una sobredosis vegetal.
Creo que ha
sido una jornada absoluta, por la diversidad, el colorido, las explicaciones
recibidas, y el encuentro tan esperado con los Rododendros, que hemos
tenido la suerte de poder solazarnos entre ellos, en el mismo corazón de su
escondido habitáculo, participando en unos minutos gloriosos, de su exclusiva
floración.
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